Un
acercamiento al pensamiento de Jean Buadrillard aplicado a la arquitectura.
Sin
duda alguna la globalización se ha diseminado como una profunda metástasis en
el planeta.
No
podría menos que esperar el receptáculo de su cuerpo inerte aquel que otrora
fuera un estupendo ser, un estupendo planeta, un estupendo mundo. ¿Podría acaso
librarse de tan fatal destino?
¿Maravillas
de la existencia o una encrucijada?
¿Simplemente
un supuesto…?
Para
Buadrillard “el fenómeno de la globalización es en sí mismo aleatorio y
caótico, hasta el extremo de que nadie puede controlarlo” (1) ni la razón, ni
las teorías, menos la certeza de una posible ecuación que lleva a un resultado,
a un final. La incertidumbre es la esperanza de una camino que se transita como
un cuanto al momento de ser observado; es decir, libre hasta que alguien le
pega el ojo. Una verdadera maravilla del proceso fractal de la naturaleza que
repite y repite en un eterno ahora las mismas falencias, los mismos enigmas,
las recurrentes teorías, sin llegar a feliz término, sino compartiendo en sí
misma la oportunidad de quebrar lo que anteriormente era en un caos programado
por una “fuerza indestructible” (Buadrillard
2), una fuerza capaz de sostener y sostenerse sin el auxilio sino de ella
misma.
En
arquitectura el “menos es más” de Mies Van der Rohe que brilló durante la
modernidad obsolescente, fue el resultado de la fractal fórmula que cambia
continuamente el esquema natural de las cosas en la manifestación planetaria
llamada recurrencia. Siempre un avance en el campo tecnológico determinó nuevos
artificios formales y simbólicos. Caso sin excepción el de las catedrales
góticas. En el modernismo fue el acero y su vertiginoso avance en Estados
Unidos de Norte América. Las nacientes edificaciones en altura con estructura
de hierro y carbono, lograron imponerse tanto en el simulacro social de
industrialización como en la escena formal. Un intercambio en el valor de las
cosas. Ya no interesaba lo que se obtenía sino la rapidez con la que se
hacía…”menos es más”
La
idea se dilapidó por el mundo y nada importó más que lo supuestamente sencillo
hecho con acero y vidrio, que como en sus contrapartes góticas se propagaba en
la visual de la masas como la innecesaria intromisión de paredes sólidas para
una estructura que ya no las requería más. Claro que en el caso gótico el
intercambio simbólico era extremadamente oculto y casi un misterio esotérico
programado solamente para iluminados, mientras que en la modernidad, ese
intercambio empezaba a ser el cliché de moderno, de nuevo, de contemporáneo,
infiltrándose en la masa dormida como la palabra panacea de lo de ahora,
silogismo que se mantiene y se mantendrá en la retina del pensamiento como el
agua al metal. Se fundamentaba ya el simulacro de arquitectura presente, de
arquitectura del momento, por más que la sola idea de ella, diera al traste con
su manifestación ulterior, pues dejaría de ser moderna, al intentar ser
diferente. Moriría al hacerlo…¿quién se atrevería a sostener una creación
edilicia que no correspondiera al ahora planteado por la masa sin nombre?
Pero,
no solamente afectó el estado formal de la arquitectura, sino también su
disposición, la distribución interior de los espacios. La planta arquitectónica
dejó de ser aquella manifestación burguesa de elocuente amplitud para
convertirse en el espacio mínimo del Le Modulor de Le Corbusier, que enmascara
en un afán de radicalizar la masificación de la construcción, la ergonomía y
las “medidas entre el hombre y la naturaleza” (3), con el metro cuadrado de
construcción, con la falacia del espacio habitable mínimo, con la hendidura del
cerrojo de la economía inmobiliaria, siendo su sostén y principal complejidad.
“Una
circulación simbólica de las cosas en la que ninguna posee una individualidad
separada, y todas operan en una especie de complicidad universal de las formas
inseparables” (4) se manifestaba. Todos parecían encaminados hacia un fin
simbólico de beneficio social, mientras lo que ocurría era que los grandes
industriales del acero y las grandes empresas constructoras tenían ya casi
listas las reglas que permitirían su avance certero, aterrador y destructivo
sobre la economía mundial.
La
arquitectura como vida, como individuo energético poco a poco dejaba la
palestra pública para dar paso a la fabricación en masa. La arquitectura
comercial, la arquitectura por metro cuadrado estaba naciendo.
Faltaba
un elemento indispensable.
Faltaba
la base para que todo el engranaje funcionara.
Los
expertos habían socavado y anclado la experiencia arquitectónica a un simple
hecho estadístico: el número de metros cuadrados.
Ya
no importaba la sensibilidad, la abundancia, la amplitud, la observación, la
decencia. Lo interesante era convertir un área desolada en edificios con las
mínimas condiciones y con el mínimo gasto.
La
“forma sigue a la función” de Louis Sullivan, fue la máxima imperante que
devino en el estilo internacional de la estética formal y la distribución
espacial de las edificaciones.
Edificios
que reflejaban la supuesta solvencia funcional y morfológica se esparcieron por
el planeta. El contexto natural, el contexto edificado, el contexto histórico
no tenía cabida en la elocuencia del discurso que llegó a estamentos políticos.
El
mundo se debatía entre lo moderno y lo pasado. Ya no era simplemente lo nuevo,
era una lucha a muerte en la línea del tiempo. Se había creado un punto de
inflexión temporal. Los cuantos, se diría, había dividido su andar y se
convertían en las misma difusión de su espejo dimensional. Era lo bueno, frente
a lo malo, la muerte frente a la vida. Estabas con ellos o no estabas.
La
tiranía de lo fractal se manifestaba nuevamente, ser un clon o no ser.
Te
alineabas a la repetición constante de aquello moderno por que así lo imponía
la fuerza de la repetición o eras el pasado, lo viejo, lo muerto.
Como
no podía ser de otra manera el mundo se alineó y la suerte estuvo echada, el
destino se manifestaba infausto sobre aquello que era su mismo origen, “en
cierto modo, todas las coincidencias están predestinadas” (5)
Como
en una noche de fin de año, la pirotecnia apareció campante ante la estela
oscura que vivía el mundo edilicio.
Las
luces y el ruido de la metafísica posmoderna, dieron el atisbo de sorpresa, de
resignación ante la conciencia pública, dicho sea de paso una conciencia
legítima y reflexiva distinta de la masa indiferente y supuestamente real.
Pero,
exactamente como en una noche de fin de año, el alboroto, la fiesta, el baile y
la alegría de la sorpresa, desaparecen con el alba y el nuevo día, las rupturas
posmodernas alcanzaron a devenir en eso, en rupturas y planteamientos
contextualistas e históricos. La idea de una sociedad anónima embebida en la
función, en la producción, en la obsolescencia y en el consumo había sido
puesta en evidencia de manera efímera y fugaz, al igual que la hermosa pirotecnia
que no dura más que un instante ante los ojos del aturdido observador.
No
fue más que aquello, pues la maquinaria no se había detenido y la hecatombe
inmobiliaria se hacía cada vez más cercana y destructiva.
La
política ayudaba en ello y la construcción no se detenía sino que avanzaba
vertiginosamente.
El
destino estaba listo para su acción.
El
simulacro era necesario entonces.
Había
que sostener aquella imagen de familia creada en el siglo pasado para mantener
en creces la industria multimillonaria de la edificación.
Era
la única manera.
Los
divorcios aumentaban día a día.
Las
familias disfuncionales también.
La
célula familiar se desintegraba rápidamente y eso era dañino para el aparataje
creado.
El
recurso debía realizarse.
Una
hermosa casa, era el símbolo de una familia hermosa.
La
manipulación fractal se hacía presente.
Aquello
que más queríamos era lo que nos destruía.
La
imagen se vendió en todos los estamentos y un padre, una madre, retoños y una
linda casa, eran el simulacro de una vida feliz, una vida dichosa, una vida de
abundancia y prosperidad.
Había
que tenerla. No la familia divina. La casa. La casa.
Ella
era entonces el receptáculo de la verdadera y diáfana alegría.
Ella
era el símbolo de que se era feliz.
Esa
bella casa, indicaba una bella familia, hijos y dinero.
El
estatus social se incrementaba.
Los
divorcios seguían, los niños huérfanos de padres vivos también, pero para sí y
para el mundo, la casa era el elemento, la parodia de la realización y
plenitud.
No
importaba cuales eran en realidad las necesidades.
No
importaba en efecto los requerimientos exactos de los anhelos laborales,
artesanales, personales, íntimos. La casa debía tener sala, comedor, cocina,
lavandería, dos dormitorios y por lo menos un baño y medio, claro está según el
mínimo establecido.
Podía
la persona ser de americana, europea, africana o simplemente de la esquina,
pero la casa es la misma. Es lo que dice el estándar. Es o que la masa
considera como familia feliz.
El
crimen perfecto, en donde “la eliminación del mundo real” (6) pone en evidencia
una arquitectura que simula ya no un hecho arquitectónico, sino la realización
familiar.
Da
lo mismo una vivienda para un arquitecto que para un oficinista. Lo mismo para
un chef que para un escritor. La simulación nos envuelve como el harina
envuelve al relleno.
Digo
simulación pues, el intercambio entre construcción-familia-disposición, hace
pensar a la gran masa dormida que todavía la célula familiar existe. Que las
personas forman hogares y que esos hogares se mantienen en concordancia con el
símbolo.
Nada
de eso es cierto.
Nada
de eso ocurre en realidad. Realidad contenida en la expectativa de cada
individuo carente de autonomía propia y más bien cargado de una información
genética que lo hace actuar en virtud de su propio condicionamiento.
Condicionamiento sugerido por el deseo y la ambición de sostener su propia
falacia de familia.
A
quién le interesaría esto sino al propio interés inmobiliario.
Más
gente contenida en la estadística, más ventas.
Cabe
preguntarse entonces:
¿Por
qué la vivienda conocida es la salida?
¿Por
qué la vivienda ha de mantener una distribución preconcebida y general?
¿Por
qué hemos de sucumbir al simulacro de casa-familia?
Una
vivienda es la simple manifestación de la necesidad de un espacio para expresar
los requerimientos personales que le permiten al usuario una vida digna,
saludable y beneficiosa.
De
esta manera la secuencia planteada por la fractal disposición ecuménica tendría
vocación multimillonaria, pues dependería de cada ser humano del planeta.
Al
ser así, la globalización dejaría de tener partido ya que lo que una persona
necesita es lo que otra no.
La
arquitectura ganaría, más el simulacro no.
Pero,
¿quién se atrevería a ir más allá de lo que la masa estima como real?
Se
llegaría a un fin y por tanto se rompería la cadena, lo que desmitificaría al
propio sentido de lo real.
No
podría ser.
No
podría.
La
fractalidad de la concepción natural no lo permitiría.
Las
leyes que gobiernan la manifestación irrumpirían en tal proceso, manteniéndolo.
¿Quién
o quienes serían el sustento? La masa silenciosa mismo.
Nada
puede ser mientras la conciencia humana duerma en su propia nadidad.
El
crimen perfecto se ha dado en arquitectura. No importa más
lo geométrico, lo disposicional, lo concreto, lo morfologico, lo energético, lo
tecnológico, lo sensitivo, ya no existe arquitectura, existe un maquillaje, una
casa que todos quieren llamar arquitectura, más cuando despierten la simple
idea de lo ocurrido menguará en si misma a la comprensión.
Lo
real, la medida de lo real en el tema vivienda, es la simulación de que se vive
como se debiera y se tiene un hogar como se estima que debería ser.
Es
esta, como dice Buadrillard muchas veces “mi opinión¨ y como tal puede ser
debatida, despreciada, aniquilada, sumergida en el olvido o también puede ser
luz a quién lo quiera así.
BIBLIOGRAFIA
(1) Buadrillard,
Jean. Contraseñas. Barcelona: Anagrama,
2002. Impreso. Pag.54
(2)
Buadrillard, Jean. “Conversaciones con Jean Buadrillard”. Ramos, María Elena. Analítica.com. 18 de feb. de 2004. http://www.analitica.com/bitblioteca/baudrillard/conversaciones.asp
(4)
Buadrillard, Jean. Contraseñas.
Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.25
(5)
Buadrillard, Jean. Contraseñas.
Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.72
(7)
Buadrillard, Jean. Contraseñas.
Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.65
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