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miércoles, 12 de febrero de 2014

La casa, tu casa, mi casa...¿un simulacro?

Un acercamiento al pensamiento de Jean Buadrillard aplicado a la arquitectura.









Sin duda alguna la globalización se ha diseminado como una profunda metástasis en el planeta.

No podría menos que esperar el receptáculo de su cuerpo inerte aquel que otrora fuera un estupendo ser, un estupendo planeta, un estupendo mundo. ¿Podría acaso librarse de tan fatal destino?

¿Maravillas de la existencia o una encrucijada?

¿Simplemente un supuesto…?

Para Buadrillard “el fenómeno de la globalización es en sí mismo aleatorio y caótico, hasta el extremo de que nadie puede controlarlo” (1) ni la razón, ni las teorías, menos la certeza de una posible ecuación que lleva a un resultado, a un final. La incertidumbre es la esperanza de una camino que se transita como un cuanto al momento de ser observado; es decir, libre hasta que alguien le pega el ojo. Una verdadera maravilla del proceso fractal de la naturaleza que repite y repite en un eterno ahora las mismas falencias, los mismos enigmas, las recurrentes teorías, sin llegar a feliz término, sino compartiendo en sí misma la oportunidad de quebrar lo que anteriormente era en un caos programado por una “fuerza indestructible (Buadrillard 2), una fuerza capaz de sostener y sostenerse sin el auxilio sino de ella misma.

En arquitectura el “menos es más” de Mies Van der Rohe que brilló durante la modernidad obsolescente, fue el resultado de la fractal fórmula que cambia continuamente el esquema natural de las cosas en la manifestación planetaria llamada recurrencia. Siempre un avance en el campo tecnológico determinó nuevos artificios formales y simbólicos. Caso sin excepción el de las catedrales góticas. En el modernismo fue el acero y su vertiginoso avance en Estados Unidos de Norte América. Las nacientes edificaciones en altura con estructura de hierro y carbono, lograron imponerse tanto en el simulacro social de industrialización como en la escena formal. Un intercambio en el valor de las cosas. Ya no interesaba lo que se obtenía sino la rapidez con la que se hacía…”menos es más”

La idea se dilapidó por el mundo y nada importó más que lo supuestamente sencillo hecho con acero y vidrio, que como en sus contrapartes góticas se propagaba en la visual de la masas como la innecesaria intromisión de paredes sólidas para una estructura que ya no las requería más. Claro que en el caso gótico el intercambio simbólico era extremadamente oculto y casi un misterio esotérico programado solamente para iluminados, mientras que en la modernidad, ese intercambio empezaba a ser el cliché de moderno, de nuevo, de contemporáneo, infiltrándose en la masa dormida como la palabra panacea de lo de ahora, silogismo que se mantiene y se mantendrá en la retina del pensamiento como el agua al metal. Se fundamentaba ya el simulacro de arquitectura presente, de arquitectura del momento, por más que la sola idea de ella, diera al traste con su manifestación ulterior, pues dejaría de ser moderna, al intentar ser diferente. Moriría al hacerlo…¿quién se atrevería a sostener una creación edilicia que no correspondiera al ahora planteado por la masa sin nombre?

Pero, no solamente afectó el estado formal de la arquitectura, sino también su disposición, la distribución interior de los espacios. La planta arquitectónica dejó de ser aquella manifestación burguesa de elocuente amplitud para convertirse en el espacio mínimo del Le Modulor de Le Corbusier, que enmascara en un afán de radicalizar la masificación de la construcción, la ergonomía y las “medidas entre el hombre y la naturaleza” (3), con el metro cuadrado de construcción, con la falacia del espacio habitable mínimo, con la hendidura del cerrojo de la economía inmobiliaria, siendo su sostén y principal complejidad.

“Una circulación simbólica de las cosas en la que ninguna posee una individualidad separada, y todas operan en una especie de complicidad universal de las formas inseparables” (4) se manifestaba. Todos parecían encaminados hacia un fin simbólico de beneficio social, mientras lo que ocurría era que los grandes industriales del acero y las grandes empresas constructoras tenían ya casi listas las reglas que permitirían su avance certero, aterrador y destructivo sobre la economía mundial.

La arquitectura como vida, como individuo energético poco a poco dejaba la palestra pública para dar paso a la fabricación en masa. La arquitectura comercial, la arquitectura por metro cuadrado estaba naciendo.

Faltaba un elemento indispensable.

Faltaba la base para que todo el engranaje funcionara.

Los expertos habían socavado y anclado la experiencia arquitectónica a un simple hecho estadístico: el número de metros cuadrados.

Ya no importaba la sensibilidad, la abundancia, la amplitud, la observación, la decencia. Lo interesante era convertir un área desolada en edificios con las mínimas condiciones y con el mínimo gasto.

La “forma sigue a la función” de Louis Sullivan, fue la máxima imperante que devino en el estilo internacional de la estética formal y la distribución espacial de las edificaciones.

Edificios que reflejaban la supuesta solvencia funcional y morfológica se esparcieron por el planeta. El contexto natural, el contexto edificado, el contexto histórico no tenía cabida en la elocuencia del discurso que llegó a estamentos políticos.

El mundo se debatía entre lo moderno y lo pasado. Ya no era simplemente lo nuevo, era una lucha a muerte en la línea del tiempo. Se había creado un punto de inflexión temporal. Los cuantos, se diría, había dividido su andar y se convertían en las misma difusión de su espejo dimensional. Era lo bueno, frente a lo malo, la muerte frente a la vida. Estabas con ellos o no estabas.

La tiranía de lo fractal se manifestaba nuevamente, ser un clon o no ser.

Te alineabas a la repetición constante de aquello moderno por que así lo imponía la fuerza de la repetición o eras el pasado, lo viejo, lo muerto.

Como no podía ser de otra manera el mundo se alineó y la suerte estuvo echada, el destino se manifestaba infausto sobre aquello que era su mismo origen, “en cierto modo, todas las coincidencias están predestinadas” (5)

Como en una noche de fin de año, la pirotecnia apareció campante ante la estela oscura que vivía el mundo edilicio.

Las luces y el ruido de la metafísica posmoderna, dieron el atisbo de sorpresa, de resignación ante la conciencia pública, dicho sea de paso una conciencia legítima y reflexiva distinta de la masa indiferente y supuestamente real.

Pero, exactamente como en una noche de fin de año, el alboroto, la fiesta, el baile y la alegría de la sorpresa, desaparecen con el alba y el nuevo día, las rupturas posmodernas alcanzaron a devenir en eso, en rupturas y planteamientos contextualistas e históricos. La idea de una sociedad anónima embebida en la función, en la producción, en la obsolescencia y en el consumo había sido puesta en evidencia de manera efímera y fugaz, al igual que la hermosa pirotecnia que no dura más que un instante ante los ojos del aturdido observador.

No fue más que aquello, pues la maquinaria no se había detenido y la hecatombe inmobiliaria se hacía cada vez más cercana y destructiva.

La política ayudaba en ello y la construcción no se detenía sino que avanzaba vertiginosamente.

El destino estaba listo para su acción.

El simulacro era necesario entonces.

Había que sostener aquella imagen de familia creada en el siglo pasado para mantener en creces la industria multimillonaria de la edificación.
Era la única manera.

Los divorcios aumentaban día a día.

Las familias disfuncionales también.

La célula familiar se desintegraba rápidamente y eso era dañino para el aparataje creado.

El recurso debía realizarse.

Una hermosa casa, era el símbolo de una familia hermosa.

La manipulación fractal se hacía presente.

Aquello que más queríamos era lo que nos destruía.

La imagen se vendió en todos los estamentos y un padre, una madre, retoños y una linda casa, eran el simulacro de una vida feliz, una vida dichosa, una vida de abundancia y prosperidad.

Había que tenerla. No la familia divina. La casa. La casa.

Ella era entonces el receptáculo de la verdadera y diáfana alegría.

Ella era el símbolo de que se era feliz.

Esa bella casa, indicaba una bella familia, hijos y dinero.

El estatus social se incrementaba.

Los divorcios seguían, los niños huérfanos de padres vivos también, pero para sí y para el mundo, la casa era el elemento, la parodia de la realización y plenitud.

No importaba cuales eran en realidad las necesidades.

No importaba en efecto los requerimientos exactos de los anhelos laborales, artesanales, personales, íntimos. La casa debía tener sala, comedor, cocina, lavandería, dos dormitorios y por lo menos un baño y medio, claro está según el mínimo establecido.

Podía la persona ser de americana, europea, africana o simplemente de la esquina, pero la casa es la misma. Es lo que dice el estándar. Es o que la masa considera como familia feliz.

El crimen perfecto, en donde “la eliminación del mundo real” (6) pone en evidencia una arquitectura que simula ya no un hecho arquitectónico, sino la realización familiar.

Da lo mismo una vivienda para un arquitecto que para un oficinista. Lo mismo para un chef que para un escritor. La simulación nos envuelve como el harina envuelve al relleno.

Digo simulación pues, el intercambio entre construcción-familia-disposición, hace pensar a la gran masa dormida que todavía la célula familiar existe. Que las personas forman hogares y que esos hogares se mantienen en concordancia con el símbolo.

Nada de eso es cierto.

Nada de eso ocurre en realidad. Realidad contenida en la expectativa de cada individuo carente de autonomía propia y más bien cargado de una información genética que lo hace actuar en virtud de su propio condicionamiento. Condicionamiento sugerido por el deseo y la ambición de sostener su propia falacia de familia.

A quién le interesaría esto sino al propio interés inmobiliario.

Más gente contenida en la estadística, más ventas.

Cabe preguntarse entonces:

¿Por qué la vivienda conocida es la salida?

¿Por qué la vivienda ha de mantener una distribución preconcebida y general?

¿Por qué hemos de sucumbir al simulacro de casa-familia?

Una vivienda es la simple manifestación de la necesidad de un espacio para expresar los requerimientos personales que le permiten al usuario una vida digna, saludable y beneficiosa.

De esta manera la secuencia planteada por la fractal disposición ecuménica tendría vocación multimillonaria, pues dependería de cada ser humano del planeta.

Al ser así, la globalización dejaría de tener partido ya que lo que una persona necesita es lo que otra no.

La arquitectura ganaría, más el simulacro no.

Pero, ¿quién se atrevería a ir más allá de lo que la masa estima como real?

Se llegaría a un fin y por tanto se rompería la cadena, lo que desmitificaría al propio sentido de lo real.

No podría ser.

No podría.

La fractalidad de la concepción natural no lo permitiría.

Las leyes que gobiernan la manifestación irrumpirían en tal proceso, manteniéndolo.

¿Quién o quienes serían el sustento? La masa silenciosa mismo.

Nada puede ser mientras la conciencia humana duerma en su propia nadidad.

El crimen perfecto se ha dado en arquitectura. No importa más lo geométrico, lo disposicional, lo concreto, lo morfologico, lo energético, lo tecnológico, lo sensitivo, ya no existe arquitectura, existe un maquillaje, una casa que todos quieren llamar arquitectura, más cuando despierten la simple idea de lo ocurrido menguará en si misma a la comprensión.

Lo real, la medida de lo real en el tema vivienda, es la simulación de que se vive como se debiera y se tiene un hogar como se estima que debería ser.

Es esta, como dice Buadrillard muchas veces “mi opinión¨ y como tal puede ser debatida, despreciada, aniquilada, sumergida en el olvido o también puede ser luz a quién lo quiera así.



 Atentamente
Erick Bojorque pazmiño





BIBLIOGRAFIA

(1) Buadrillard, Jean. Contraseñas. Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.54
(2) Buadrillard, Jean. “Conversaciones con Jean Buadrillard”. Ramos, María Elena. Analítica.com. 18 de feb. de 2004. http://www.analitica.com/bitblioteca/baudrillard/conversaciones.asp

(4) Buadrillard, Jean. Contraseñas. Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.25
(5) Buadrillard, Jean. Contraseñas. Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.72
(7) Buadrillard, Jean. Contraseñas. Barcelona: Anagrama, 2002. Impreso. Pag.65



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